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CRÍTICA DE ‘DOWNTON ABBEY: UNA NUEVA ERA’, LA AVENTURA DE LOS CRAWLEY EN FRANCIA.

Las seis temporadas de Downton Abbey, la serie, que comenzara a emitirse en 2010 por la cadena británica ITV, sirvieron durante la pasada década como una hábil actualización de la elegancia satírica de George Bernard Shaw (citado aquí explícitamente en los diálogos, junto a Scott Fitzgerald), Oscar Wilde, P.G. Wodehouse o Evelyn WaughMostrando la refinada cotidianeidad de la familia Crawley, entre condes, herederos y lacayos, el formato conseguía satisfacer la fascinación ante el lujo y la riqueza por parte de un público atrapado en un presente en crisis, de una manera similar a lo que lograron en la década de los ochenta, en Estados Unidos, Dinastía, Dallas Falcon Crest, o en Latinoamérica Los ricos también lloran, con trazos más gruesos y/ o kitsch. Una fórmula, una percha y un propósito que en la actualidad continúa en boga gracias a series como The Crown, Los Bridgerton, la afiladísima The Great o, en cierta medida, la plasmación de cuerpos de ensueño y tramas parapalaciegas en la española Élite. La serie, creada y guionizada principalmente por Julian Fellowes, se adaptaba, además, a los nuevos tiempos introduciendo ingredientes feministas del todo coherentes con su enfoque, y resaltando personajes homosexuales dentro de un cosmos que, digámoslo sin miedo, fue descaradamente criptoqueer desde los tiempos de Blake Carrington, J.R. Ewing y Angela Channing.

Arrogantes y exquisitos

Cuando el propio Fellowes se propuso, en 2019, traspasar su franquicia al formato cinematográfico, se enfrentaba al desafío de capturar el interés de nuevos adeptos sin sacrificar el gusto de los fieles; básicamente, evitar la nostalgia rancia sin caer en el servilismo y el oportunismo woke. Menos acerada y conseguida que su antecesora, pero igualmente satisfactoria a grandes rasgos, Downton Abbey: una nueva era tiene su principal interés en las nuevas incorporaciones: al margen de la siempre agradable presencia de Nathalie Baye, Laura Haddock y Dominic West bordan con exquisitez sus encarnaciones de intérpretes de cine mudo en la transición al sonoro. En la dirección, Michael Engler cede el turno al más cinematográfico Simon Curtis (El arte de vivir bajo la lluvia, Mi semana con Marilyn) sin que la fórmula se tuerza un ápice. La película se centra en dos subtramas principales engarzadas con gracia; conviene recordar que Fellowes fue también guionista de la espléndida Gosford Park (Robert Altman, 2001). La primera, el rodaje de una película en la mansión, confiere al film un delicioso encanto que lo acerca al cine de Bogdanovich. La segunda, centrada en una herencia en el sur de Francia, sirve para que la película desvele su principal misterio y rinda tributo ceremonial a la imprescindible Maggie Smith, quien nuevamente cuenta con algunas de las mejores réplicas de una obra tan lograda a múltiples niveles como rigurosamente enconsertada.

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